A esta altura de la crisis política hondureña, nadie medianamente objetivo, cuerdo, puede desconocer que su origen es el rompimiento del orden constitucional por efecto de un golpe de Estado, tal como ha quedado establecido en las resoluciones de la OEA, de la ONU, de la Organización de Países no-Alineados, y de los grupos regionales SICA, UNASUR, ALBA y Grupo de Río, sólo para citar las entidades de naturaleza política.
Todos los esfuerzos del régimen de facto y de sus gestores, promotores, financistas y autores para tratar de convencer a la nación hondureña, en lo interno, y al mundo entero, sobre la supuesta —por no decir absurda— “legalidad” de esta acción delictiva, tipificada como delito de traición a la patria, apodándola de “transición constitucional”, no ha podido resistir el más elemental razonamiento político ni mucho menos la lógica jurídica.
La insistencia en sostener a contrapelo el sofisma de la legalidad, y, lo que es peor, de la legitimidad de este golpe de Estado no sólo tiene que ver con el interés de disculpar el atentado. La intención principal es incubar en la opinión pública una falsa argumentación que sirva de plataforma para la elaboración de una tesis política artificial, in vitro, que desvíe la atención hacia infinitas motivaciones del fenómeno. O sea envolver la realidad en una neblina que impida mirar, tocar, probar la verdad, para así esconder a los actores de carne y hueso responsables, con sus nombres, apellidos e historiales, y no como correspondería enjuiciarlos en un régimen auténticamente democrático y de opinión pública.
El secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, cuando vino a Honduras, para informar personalmente la decisión de separar a nuestro país del foro continental, indicó, con la sencillez de lo rotundo, que aquí se produjo un golpe porque fue disuelto a la fuerza un poder del Estado, y eso es un golpe de Estado en cualquier parte del mundo. Los hondureños estamos muy conscientes, por tradición histórica y por experiencia personal, de lo que es un madrugón contra el orden constitucional.
Sin embargo, no está de más recordar que la definición actual de golpe de Estado, cuyo nombre viene a ser la traducción del “Coup d’Etat” de la terminología política francesa, es “un cambio violento de gobierno operado con transgresión de las normas constitucionales, cuyos autores son los propios gobernantes”. El nuevo orden político resultante de este cambio es la dictadura.
Para mayor detalle, el golpe de Estado se engendra en la cúpula del poder —político, económico, militar— con la finalidad de preservar lo que se conoce como “el orden establecido”, ante el temor, el presentimiento o la amenaza de una acción revolucionaria, o, también, para asegurar el control del poder a una determinada persona o a un grupo dominante.
Desde el momento en que se instala la dictadura —sin importar las modalidades que adopte para tratar de convencer sobre la validez de sus acciones a la nación y al concierto internacional de naciones—, el régimen de facto está fuera de la ley, en tanto la Constitución ha sido rota, y, por consiguiente, lo que sigue es el apoderamiento sorpresivo de los principales organismos administrativos para controlar todo el aparato estatal.
Cualquier similitud con el cuadro arriba descrito, no es simple coincidencia sino pura realidad, como efectivamente sucede en nuestra infortunada Honduras.
Todos los esfuerzos del régimen de facto y de sus gestores, promotores, financistas y autores para tratar de convencer a la nación hondureña, en lo interno, y al mundo entero, sobre la supuesta —por no decir absurda— “legalidad” de esta acción delictiva, tipificada como delito de traición a la patria, apodándola de “transición constitucional”, no ha podido resistir el más elemental razonamiento político ni mucho menos la lógica jurídica.
La insistencia en sostener a contrapelo el sofisma de la legalidad, y, lo que es peor, de la legitimidad de este golpe de Estado no sólo tiene que ver con el interés de disculpar el atentado. La intención principal es incubar en la opinión pública una falsa argumentación que sirva de plataforma para la elaboración de una tesis política artificial, in vitro, que desvíe la atención hacia infinitas motivaciones del fenómeno. O sea envolver la realidad en una neblina que impida mirar, tocar, probar la verdad, para así esconder a los actores de carne y hueso responsables, con sus nombres, apellidos e historiales, y no como correspondería enjuiciarlos en un régimen auténticamente democrático y de opinión pública.
El secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, cuando vino a Honduras, para informar personalmente la decisión de separar a nuestro país del foro continental, indicó, con la sencillez de lo rotundo, que aquí se produjo un golpe porque fue disuelto a la fuerza un poder del Estado, y eso es un golpe de Estado en cualquier parte del mundo. Los hondureños estamos muy conscientes, por tradición histórica y por experiencia personal, de lo que es un madrugón contra el orden constitucional.
Sin embargo, no está de más recordar que la definición actual de golpe de Estado, cuyo nombre viene a ser la traducción del “Coup d’Etat” de la terminología política francesa, es “un cambio violento de gobierno operado con transgresión de las normas constitucionales, cuyos autores son los propios gobernantes”. El nuevo orden político resultante de este cambio es la dictadura.
Para mayor detalle, el golpe de Estado se engendra en la cúpula del poder —político, económico, militar— con la finalidad de preservar lo que se conoce como “el orden establecido”, ante el temor, el presentimiento o la amenaza de una acción revolucionaria, o, también, para asegurar el control del poder a una determinada persona o a un grupo dominante.
Desde el momento en que se instala la dictadura —sin importar las modalidades que adopte para tratar de convencer sobre la validez de sus acciones a la nación y al concierto internacional de naciones—, el régimen de facto está fuera de la ley, en tanto la Constitución ha sido rota, y, por consiguiente, lo que sigue es el apoderamiento sorpresivo de los principales organismos administrativos para controlar todo el aparato estatal.
Cualquier similitud con el cuadro arriba descrito, no es simple coincidencia sino pura realidad, como efectivamente sucede en nuestra infortunada Honduras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario